La ciencia ficción distópica, de la que 1984 es referente, amplifica los miedos básicos de la sociedad proyectándolos en el futuro. Uno de los principales protagonistas de estas historias es un sistema opresor que hostiga y aliena al ser humano de diferentes maneras y con diferentes justificaciones, en la mayoría de casos apuntando a la libertad de pensamiento como el blanco principal de la represión. Podemos recordar obras como Fahrenheit 451, Soylent Green, Hijos de los Hombres, Equilibrium, V de Vendetta, La Naranja Mecánica y tantas otras, literarias y cinematográficas, que muestran un futuro esencialmente basado en la represión.
Cuando George Orwell publicó 1984 en 1949, hacía poco que habían cerrado los campos de concentración, y todavía quedaba vivo el recuerdo del pánico, apuntando directamente a las purgas del estalinismo como la reedición de la sociedad vigilada por el estado, donde la disidencia, incluso la íntima, era terriblemente castigada. Figuras clave de la cultura y el arte como el compositor Dmitri Shostakovich o Serguei Eisenstein habían caído en desgracia en la URSS de la posguerra, por comportamientos tan reprobables como el formalismo.
Números y letras
Es importante, para ilustrar la reflexión que haremos más adelante, comprender el significado del número, de la identificación personal, en este contexto. Un estigma real y doloroso de los judíos supervivientes de los campos de concentración nazis era el número que llevaban tatuado en el pecho o en el brazo, que se ocultaba por constituir un recuerdo imborrable –aquí físicamente– de los horrores sufridos durante una cautividad llena de muerte y sufrimiento. El número significaba la pertenencia a una de las épocas más trágicas de la historia de la humanidad.
La distopía proporciona a la literatura y el cine un nuevo campo de concentración: la neolengua de Orwell, una especie de programación lingüística, encaminada a retorcer la voluntad y la conciencia, a impedir el pensamiento por falta de significado y reelaboración de definiciones. Para conseguir una nueva dictadura basada en la ausencia, la perversión y la corrupción de los conceptos, basada en la alienación del individuo en aras de su pertenencia a una sociedad ordenada y pacífica, y la consiguiente conformidad con el hecho alienante colectivo para conseguir la tranquilidad, la paz y la prosperidad material, la neolengua constituye una parte fundamental del proceso. Se trata de conseguir una dictadura soft, donde la violencia sobre el disidente, pese a ejercerse brutalmente y sin contemplaciones, lo haga sigilosamente y con no demasiada frecuencia.
Como hemos dicho antes, el catálogo de distopías es amplio, desde Un Mundo Feliz a Brazil. Pero hoy quiero insistir en una pequeña obsesión cinematográfica. Quiero presentar una sociedad en la que un tatuaje con el número de prisionero se convierte en algo chic. Me gustaría hablar de Jean-Luc Godard y de una de mis películas fetiche, Alphaville. Alphaville entendida como parodia o como respuesta a 1984.
(Dis)Tópicos
Lemmy Caution es un personaje literario, un clásico detective privado de novela negra creado por el escritor británico Peter Cheyney en 1936. Apareció en diez novelas hasta 1945, que se hicieron muy populares en la Francia de la posguerra. Gracias a ello, sus andanzas se llevaron al cine en una serie de películas que abarcan de 1953 a 1963. La octava y última –y extraña– aparición del detective se produjo en 1965, de la mano de Jean-Luc Godard, en una película ambientada en el futuro.
Alphaville viene a subvertir el consenso básico sobre la libertad, usando conceptos (por supuesto, tan subliminales como toda la película en sí) como el de la no intervención, que reutilizará Star Trek a partir de 1968 (en el episodio «Bread and Circuses») y en adelante con la «primera directiva».
Siempre tenemos en mente la conciencia de la opresión: cuando en la literatura y el cine distópicos hablamos sobre las dictaduras, de la falta de libertad o de la represión consideramos un hecho que nuestros protagonistas son plenamente conscientes de su status de oprimidos.
La narrativa cinematográfica, y en casos la literaria, hacen que –al menos el espectador– sepa desde el primer momento que existe una situación de ausencia de derechos por parte de los protagonistas de la historia. (Después ellos lo advertirán). El «maniqueísmo narrativo» que llevan a cabo tanto los relatos como las adaptaciones al cine –se instaura como situación de hecho una vulneración de la libertad y los derechos de los protagonistas, sin ningún matiz– determina la historia desde su comienzo, despojándole de toda complejidad, postulando que existe una sociedad maléfica de la que hay que deshacerse, sin que importe si el protagonista lo consigue o no; simplemente la historia tiene un final feliz o terrible, dependiendo de la intención de cada narrador.
Ficción y realidad, y viceversa
Alphaville nos muestra, entre ironía y desasosiego, una visión diferente de la sociedad y su comportamiento. Describe una sociedad operativa (como en la realidad ocurre en muchos regímenes autoritarios), donde la ortodoxia imperante produce, mediante el aleccionamiento, la represión y la violencia, progreso técnico y paz social, mientras la disidencia es relegada a guetos infectos: el resultado es que el opositor es retratado como una figura ridícula (la secuencia de los fusilados en la piscina es un claro ejemplo) de la que se hace espectáculo, o mueren de forma miserable, como personajes sencillamente marginados. Mientras tanto, el número del campo de concentración (el ID, el NIF, el número en el sentido más alienante del término) se muestra con orgullo, el orgullo del que pertenece al grupo intocable de los que obedecen al sistema, estableciendo una relación estremecedora entre los prisioneros del holocausto y los de la sociedad moderna, poniendo en juego una especie de anticipación que vista con los ojos de hoy nos ponen los pelos de punta.
Alphaville hasta aquí muestra de forma diferente, o se aproxima de otro modo, a los análisis tradicionales de las sociedades dictatoriales «distópicas». Simplemente enfrenta la sociedad real que se nos muestra (la gobernada por la maléfica computadora alpha-60, pero muy parecida en su forma externa al París de los años 60) a una ideal (la que encarna Lemmy Caution, un estereotipo intencionadamente tosco de una sociedad de folletín, que es curiosamente la que el espectador reconoce como propia).
El planteamiento radical de Alphaville (y aquí no podemos olvidar que a Godard le faltaban un par de años para abrazar abiertamente el maoísmo) se centra en que Lemmy Caution es un intruso. Su comportamiento y su propia persona es completamente ajeno no solo a la realidad de Alphaville, sino a la realidad narrativa de la propia historia: «Una extraña aventura de Lemmy Caution», según reza el subtítulo de la película. La propia presencia del detective, como hemos visto, es un cuerpo extraño en la narración. Irónicamente, este zafio personaje (como el «mujeriego» agente Henry Dickson, al que interpreta Akim Tamiroff) perturba la paz de una sociedad ordenada que basa su existencia en el progreso de la ciencia y la tecnología. Lemmy es un carácter ridículo, que por el simple hecho de portar un lenguaje conocido por el espectador, destruye una civilización por la mera condición de ser diferente a la suya propia. Como premio, también tópico, se lleva consigo a la protagonista, a la sazón hija del dictador, que aprende el significado del amor de boca del detective.
Los personajes de Alphaville usan gestos contrarios a los nuestros para asentir y negar. Sí es no, no es sí (parafraseando el «guerra es paz, libertad es esclavitud, ignorancia es fuerza» de 1984). Es una potentísima simbología que expresa la radical diferencia entre los modos de pensar del invasor y el invadido. Son el indio y el colono, la historia del expolio que el ambicioso y el iluminado practican sistemáticamente. La falta de comprensión del prójimo al que esta vez nuestro propio lenguaje nos impide acceder.
Todas las fotos de esta entrada pertenecen a la película Alphaville: Une étrange adventure de Lemmy Caution (1965), de Jean-Luc Godard.