Tengo por costumbre —no sé si mala o buena— esperar un tiempo prudencial antes de emitir una opinión sobre algo, al menos en público. Eso otorga ciertas ventajas. La fundamental es no cagarla sin necesidad, cosa que ocurre siempre que abro la boca sin pensar lo que voy a decir. He de reconocer que me voy disciplinando en ese aspecto. Otra es prescindir de la natural ofuscación propia de la euforia, ira o desazón de cada momento, que lleva a veces a la exaltación de la amistad, otras a la violencia verbal, las menos a dar puñetazos en la mesa.
«Malditos hijos de la gran puta». Es lo que dije, entre mis amigos de más confianza, cuando terminó el último capítulo de Battlestar Galactica. Habíamos quedado para ver los dos últimos capítulos en ese pedazo de plasma (en realidad, LCD). Eso fue el día 4 de abril, así que imaginad mi cabreo, cuando veáis la fecha de esta entrada. Quince días he necesitado para poner las cosas en su sitio y dejar de maldecir. Pero después del exabrupto vino una gozosa analgesia: Espacio Profundo Nueve volvía a ser mi serie de ciencia ficción favorita.
Pues sí. Battlestar Galactica (2004, por si las) es para mí una de las mejores series de la historia de la televisión, y Deep Space Nine no. Pero mi serie favorita de ciencia ficción es Deep Space Nine y Battlestar Galactica no. —¿Cómo?— También la Tardis es más grande por dentro que por fuera y nadie se queja.
Tanto BSG como DS9 cuentan con un ingrediente esencial de las modernas series de televisión; un profundo y elaborado tratamiento de los personajes, por encima en muchos casos de la propia trama. La cercanía con cada uno, la historia personal, las contradicciones, la vida aparentemente accesoria; lo que los guionistas (entre ellos el mismo Moore) consiguieron con el personaje de Worf, en principio vacío, y con otros tantos klingons; con Jadzia y Ezri Dax, incluso con personajes tan anodinos al principio como Jake Sisko y Nog, con un personaje sin cara ni expresión como Odo, y sobre todo con los magistrales retratos de Gul Dukat y Garak, los hacen perfectamente comparables y a veces superiores a Baltar, Gaeta, Dee, Seis, o cualquiera de los personajes principales, en ocasiones demasiado afectados en sus interpretaciones.
La fuerza de BSG ha sido retomar una interesante historia (el Éxodo, ni más ni menos), y destrozar las posibles comparaciones con la serie original, infantil y maniquea, trasladándola al presente. Reflejar de verdad qué significa huir a ningún sitio sin apenas esperanza, bajo un constante acecho (ver 33′, el primero y uno de los mejores capítulos), siguiendo una especie de profecía a la que todos se aferran para sobrevivir.
El inevitable paralelismo con los conflictos actuales, la cruda reflexión sobre el terrorismo (la ocupación Cylon de Nueva Caprica, culminada con la ejecución de Ellen Tigh), sobre el ejército y la guerra (Pegasus, Razor —la tortura de Caprica — ), sobre la lealtad, la ética y la política (la traición de Gaeta y Zarek) sobre la religión —lo veremos más adelante— el aborto, la eutanasia, en fin, sobre los temas que interesan al ser humano actual, además de recordarnos el porqué del éxito de Star Trek: La serie original, también se lo ha otorgado a Battlestar Galactica, retratando los problemas de hoy en un mundo de mañana. Galactica no trata de los humanos de las trece colonias. Galactica es una distopía proyectada a años luz de distancia, pero no por ello menos evidente ni cercana. Por eso sobraba el «150.000 años después». Como han sobrado tantas otras cosas, o han faltado.
Continuará…
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